De aquellos fines de semana en el Brull
Cuando tenía diez u once años, vivía mi vida en Barcelona con mis padres y hermanos. A día de hoy tenemos una vida tan afincada en Madrid que parece como si nunca hubiéramos vivido allí, pero sí, y me encanta recordarlo. Recuerdo que durante dos años mis padres alquilaron una casita en la montaña para ir a pasar los fines de semana. Para quienes conozcáis la zona, está muy cerquita del Montseny, junto al Brull; para los que no, está a medio camino entre Barcelona y Gerona (os recomiendo que vayáis a conocerlo, es precioso, Cataluña entera lo es pero, en mi opinión, cuanto más subes hacia Gerona, más alucinas). Solo con nombrar estos lugares me emociono, siento cosquillas en la tripa al recordar. Era una casa de piedra con suelo y paredes de madera, chimenea de leña, ventanas que daban a pleno bosque. Recuerdo miles y miles de encinas y robles (no soy experta, pero sé que allí había muchos árboles y arbustos distintos), flores, cigarras, hierbajos y animales escondidos. Era una pasada, estábamos en medio del bosque y era super frondoso. La casita era parte de la propiedad de unos amigos de mis padres que tenían una casa más grande en el mismo terreno. Estábamos rodeados de jardín, aparte de bosque y más bosque. Una maravilla.
Parque Natural del Montseny by Lluís Català.
Llegaba el viernes por la tarde, nos metíamos en el coche y pasados 45 minutos llegábamos a la casa del Brull, más de una vez de noche. Me encantaba amanecer y verme de pronto en aquella habitación de madera con la luz del día y los árboles entrando por la ventana. De pronto, me sentía como aquellos niños de los cuentos que abren los ojos y, por arte de magia, se encuentran en un escenario diferente. Mi hermano adoraba los animales y la naturaleza. Se podía pasar horas él solo sentado jugando con insectos, hablando con hormigas y persiguiendo saltamontes. Se metía entre matorrales para imitar a un león o a un lobo agazapado a la espera de cazar su presa. Fue nuestro contacto más puro y directo con la naturaleza. Pasábamos horas jugando a inspeccionar, haciendo casas en los árboles, cazando renacuajos en la piscina verde… Nos encantaba creer que vivíamos dentro de una historia que él mismo solía inventar sobre la marcha. Los dueños de la casa tenían un perro, un pastor belga negro, y nosotros, que nunca habíamos tenido un perro, siempre habíamos querido tenerlo, por lo que esto sumaba a la experiencia, sobre todo a la de mi hermana pequeña que tenía cinco o seis años y para ella era como un lobo huargo de los de Juego de Tronos. Era gracioso verla acariciando al perro enorme a su lado. Nos encantaba jugar con él y volver a encontrarle todos los fines de semana. Nuestro fiel amigo esperando nuestra llegada.
Recuerdo a mi padre cocinando. No, no solía hacerlo, pero no lo recuerdo por eso, sino porque hacía cosas singulares que para nosotros eran una auténtica vivencia. Tostaba pà de pagés en una rejilla directamente sobre el fuego de la chimenea y nos enseñaba a frotar el tomate sobre el pan tostado. Hacía tortilla de patata en una sartén sobre la misma rejilla, también al fuego. No recuerdo tortillas iguales en mi casa, no sé si por el proceso de cocción, por el romanticismo del momento frente a la chimenea, por la novedad o porque nuestro padre nos estaba enseñando una experiencia única. Una buena mezcla. Mi padre era así, único para hacer ese tipo de cosas, para explicar, enseñar y sorprender a la vez. Creo que esa es la visión más bonita que tiene un niño de su padre (de la figura paterna me refiero): la admiración. Recuerdo sentir esa admiración. La sentíamos los tres.
Sonaba música por las mañanas: Wet Wet Wet, Toni Braxton, Eric Clapton... Música de los 90. Recuerdo luz, paz y descanso; y también flores recién cogidas del jardín para mi madre, olor a romero, silencio en comparación con nuestra casa de “entre semana” y el sonido de los grillos por la noche. Recuerdo juegos en familia, de aquellos que no requerían nada más que ponerse a contar, taparse los ojos o sentarse en el suelo formando un corro; a mis hermanos pequeños jugando conmigo, los tres juntos entretenidos sin distinguir edad, ni sexo.
Puedo decir que fue una de las mejores experiencias que mis padres pudieron elegir hacernos vivir y espero poder imitarles algún día, algún invierno, poder volver a vivir algo similar pero esta vez desde su punto de vista, con mis hijos, y con la consciencia de saber lo que significará para ellos y para el resto de sus vidas.